Para qué están los amigos...
Estoy leyendo un reportaje que D. Foster Wallace - sí, sí, amigo J.Q., la modernidad me pone, no lo puedo evitar... ya me gustaría a mí tener esa querencia tuya por lo decimonónico - escribió para Harper's Bazaar titulado "Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer", un librito en el que - como es habitual en su autor - ocupan más las notas a pie de página que el texto en sí, una crónica mordaz y despiadada de un crucero de lujo; de los bajos instintos que llevan a la gente a embarcarse en algo así durante una semana, con análisis (delirante) de los folletos promocionales y visiones apocalípticas incluídas:
(...) he visto y he registrado todas las modalidades de eritema, queratosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral, varices, postizos de colágeno y silicona, tintes baratos, trasplantes capilares fallidos.
Pero lo que más me ha llamado la atención hasta el momento es que al final del libro, entre los agradecimientos, se cuenta uno de D. F. W. a Jonathan Franzen (que al parecer dijo: "Casi no está tan mal como cabría haber esperado"), el autor de la magnífica "Las correcciones", novela que incluye varios capítulos que transcurren en un crucero muy similar al que retrata Foster Wallace, contemplado con una idéntica acidez en la mirada.
¡Qué suerte tener amigos que le documenten a uno para su novela! ¿Algún voluntario?
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