Estados de ánimo
Hay dibujos y fotografías que pueden apresar un instante, pero no existe una literatura que pueda contar con plenitud toda la riqueza de un solo minuto.
Antonio Muñoz Molina, "VENTANAS DE MANHATTAN"
Y sin embargo...
Ayer por la tarde, al autobús que me lleva de la oficina a la ciudad, subieron un padre con su hija, de unos tres años. Una niña con la cara llena de manchas negras, tiznada. Una niña flaca que parecía la imagen del rostro infantil que en mi mirada tienen los rostros infantiles de la posguerra: de la carbonera, la leñera y el tizne.
El padre tenía unos cuarenta años y un color facial delator de una afición nada moderada por los alcoholes fuertes. Él llevaba en la mano una cámara de fotos, negra, pequeña, ánalógica, barata.
Ocuparon dos asientos frente a mí, que escuchaba por mis auriculares canciones de Tindersticks; la niña de pie en el asiento y el padre sentado a su lado, sólo un momento, hasta que la niña se apoyó en el gran cristal de la ventana y él se puso en pie para sacarle una foto.
Pensé en lo extraño que tenía que ser para esos extraños un recorrido en autobús interurbano, el acontecimiento que debía suponer para ellos ese trayecto, tanto que incluso sacaban fotos. Lo pensé sólo un instante, porque de inmediato pensé que lo especial no era el viaje, sino el rostro sucio de la niña. De pie en el asiento, apoyada en el ventanal, posando coqueta y sonriente. Así una foto, otra, otra. Yo escuchaba la música y la escena era muda para mí.
No había tenido un buen día en la oficina. Demasiado trabajo. Demasiada presión. Será por eso que empecé a sentirme mal, primero al pensar en el riesgo que corría esa niña tan pequeña de pie sobre el asiento. A despreciar a su padre, más pendiente de guardar la cámara en su funda que de sostener a su hija.
Entonces, la niña empezó a gritar de tal manera que hizo coros atronadores a los Tindersticks. Gritaba porque quería la cámara, ella quería la cámara, hacer fotos. Y ya no era la preocupación la que me enervaba, sino la mala educación de un padre que permite a su hija pisotear los asientos de un transporte público con sus zapatos sucios (si tiene así la cara - pensé - cómo llevará las zapatillas. La muy cerda). Y deseé verla salir despedida tras un brusco frenazo del conductor. A la muy guarra.
Cuando ambos se bajaron del autobús no dejé de sentirme mal. Pero por mí. Por mi incapacidad para disfrutar de un momento que podría haberme parecido enternecedor. En otro estado de ánimo.
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