Esa noche
era temprano, o no tan tarde como tantas otras de ese verano cuando descubrí el último recurso cárnico: antes de volver a casa rodear el Obelisco de la Plaza de la Lealtad, frente al Ritz, arde la llama eterna para todos los que dieron su vida por España y paseaban a su alrededor en círculo hombres solos, otros se sentaban a esperar en el poyo de piedra con respaldo de las rejas que protegen el monumento (que el negro de una escritora lamentable describió en una novela propia como "muy bonitas"), grupos de taxistas aparcaban sus coches y jugaban a las cartas, a las que se apostaban la recaudación del día con aliento a cerveza. Arde la llama, saltan los naipes, vuelan los billetes, pasean los maricones y otros cruzan las piernas. Acción. Pero esa noche no. Esa noche yo no estaba allí.
era temprano, o no tan tarde como tantas otras de ese verano cuando descubrí el último recurso cárnico: antes de volver a casa rodear el Obelisco de la Plaza de la Lealtad, frente al Ritz, arde la llama eterna para todos los que dieron su vida por España y paseaban a su alrededor en círculo hombres solos, otros se sentaban a esperar en el poyo de piedra con respaldo de las rejas que protegen el monumento (que el negro de una escritora lamentable describió en una novela propia como "muy bonitas"), grupos de taxistas aparcaban sus coches y jugaban a las cartas, a las que se apostaban la recaudación del día con aliento a cerveza. Arde la llama, saltan los naipes, vuelan los billetes, pasean los maricones y otros cruzan las piernas. Acción. Pero esa noche no. Esa noche yo no estaba allí.
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