jueves, junio 05, 2003

La caída de la casa Usher (Roger Corman, 1960)


DE: Philip Winthrop
PARA: Edgar A. Poe
ASUNTO: Esto tienes que contarlo, Edgar...

La cosa es que había conocido a la jamona de Madeleine Usher en Boston y me había quedado prendado de esos brazos de tonelera, de ese escote generoso y esa cara de profunda estupidez bobina. Así es que una mañana, me subí al caballo y ahí que me fui, a verla a su casa

- ... la casa Usher, la casa Usher... pues mire, siga todo recto y cuando se encuentre con unos bancos de niebla, el sonido del viento siseante y a lo lejos un casoplón de cartón piedra, ahí mismo es. No tiene pérdida.

Ahí estaba yo. Delante de la casa, golpeando la aldaba con todas mis fuerzas (y poniéndome los guantes perdidos de polvo, todo hay que decirlo, que hay que ver qué asco de casa, que esta chica en Boston parecía otra cosa...)

- ¿Que me quite las botas? ¿Que el hermano no me deja ver a mi fiancée? A ver, un momento, un momento; quiero hablar con el hermano.

Y el hermano... ¡una loca! Una loca hipersensible, además. Una tiquismiquis: le molestan los ruidos, la luz, los sabores, si le tocas, se rompe (sí, sí, bonita... que se lo digan al chapero que salía por la puerta de atrás cuando yo llamaba a la principal y me llenaba de mierda los guantecitos blancos).

¡Y qué familia! Es que no se libra ni uno de los antepasados: la que no fue puta, fue asesina, el que no esfatafador, o genocida, o ladrón. Vamos, que no me extraña que el hermano diga que ella está enferma de los nervios. Normal. Es que menudos genes... que no sé yo si me conviene a mí esta como madre de mis niños. Pero la verdad es que está buena. Sí. La tía está bastante buena. Aunque ya se podía haber arreglado un poquito. A ver si para la cena se adecenta, que si no... si no, me voy por donde he venido y que la zurzan.

La cena... la cena... JODER, qué cenita... primero se me cae encima una lámpara enorme que casi me destroza la chaqueta de terciopelo (sí, sí, esa azul que tanto te gusta...). Después, los hermanitos dándose pataditas debajo de la mesa y cruzándose miradas que darían miedo al miedo. Y para terminar, la marica del hermano, ¡se puso a tocar el laúd! Joder. Joder. Joder.
Para rematar la cosa, cuando ya había conseguido meterme en la cama de ella, ZAS, aparece él en la puerta. Un corte de rollo, como tú comprenderás. Así no se le levanta a nadie. Y mira que ya me conoces y sabes que últimamente ando berraco total. Pues no hubo manera. Aquello de verdad que era, La caída de la casa Usher. Qué pena. Qué pena.

Bueno - y ya termino, que seguro que tienes un montón de cosas que hacer y cuentecitos que entregar a algún periódico de mala muerte, que hay que ver qué racha llevas, Edgar, hijo...- pues yo había decidido sacarla de la casa y traérmela para Boston (porque aquí, cuando nos conocimos, la verdad es que follamos bastante bien). ¿Y qué te crees que pasa? Pues que ella se pone catatónica perdida mientras anda peleándose con el hermanito que no la deja marcharse. Pero catatónica, catatónica. Que le acerqué un espejo a los labios, y ni pizca de vaho, oye.

- Pues vamos a enterrarla - me dice el hermano
- Pues nada... entiérrala. Y así amortizas el pedazo de mausoleo que tenéis en el sótano.
- Pero es que a lo mejor está un poco viva.
- Pues mira, así echamos unas risas.


Te juro, Edgar, que yo ya estaba tan harto, que me tocaba los cojones que la tía gorda esa se dejara las uñas en la tapa del ataúd. A mí, como si se la picaba un pollo. Yo lo que quería era marcharme cuanto antes. Pero claro... no te vas a ir en medio de un funeral. No queda fino.

¡Y la enterraron en vida! ¡Qué gritos daba luego la muy cerda! No me dejaba ni concentrarme para decidir qué piezas de plata meter en la maleta y traerme de tapadillo (porque sería una familia rarísima, pero estaban forradísimos. Y yo seré muy alta burguesía bostoniana, pero ya sabes que me pierde la cleptomanía).

Imagínate el cuadro: yo, que salía a hurtadillas por la puerta con todo el botín. La otra, pegando gritos. El hermano marica diciendo que se callara. El mayordomo gritándole al hermano: "Pues si no quieres que grite, sácala de la caja, ¡vieja marica!" El hermano gritándole al mayordomo: "¿Vieja marica? ¿Te recuerdo quién lleva 60 años sirviendo en esta casa? ¿Te lo recuerdo, mamarracha. Fra-ca-sa-da?" Y entre tanto jaleo, justo cuando yo abría la puerta, ZAS, ¡una cuadrilla de obreros que venía a arreglar unas grietas en el muro de carga!

Así es que ahí dejé a los obreros. A la gorda histérica. Al hermano. Al mayordomo (que ahora que lo pienso, yo creo que estaban un poco liados). Y me vine para casa.

La última vez. En serio. La última vez que me enrollo con una rica de la periferia. La siguiente, o vive céntrica, o que se olvide.

Coño, Edgar, qué fin de semana.

P.D. Te robé unos vasitos para absenta de la casa de los Usher. Recuérdame que te los lleve la próxima vez que nos veamos.