domingo, febrero 25, 2007

Empiezo a describir el espacio de la sauna.

Mientras Nacho follaba por ahí arriba, gratis, como era entonces. Por ahí arriba, un espacio inmenso que con los años y tus visitas se fue reduciendo hasta el tamaño preciso de la realidad, que ocupa la planta calle donde tras la puerta que se abre con un zumbido y un chasquido de los goznes, se encuentra la recepción, tras cuyo panel de cristal, que va desde la media altura de un mostrador hasta el techo, el empleado de la sauna recibe el dinero de la entrada y entrega a cambio una llave. La de una de las taquillas que quedan al otro lado de la otra puerta que comunica la recepción con el interior de la sauna – sinécdoque espacial que podría hacer pensar a los no entendidos que las saunas gays son lugares donde los hombres van a follar y a que les follen entre vapores o sobre calientes listones de madera escandinava. No es así. No sólamente -, la otra puerta cuyo mecanismo también se acciona desde el otro lado del cristal, la otra puerta que también zumba y chasquea para dar acceso al vestuario, como de gimnasio, lleno de taquillas numeradas - del 1 al 200, por ejemplo -, una de las cuales [26] es esta noche la tuya, y frente a la que te desnudas. Donde guardas toda tu ropa y de la que sacas una toalla blanca que te encajas alrededor de la cintura - siempre dudas entre ponértela sobre la barriga o debajo de la barriga. Siempre te la acabas poniendo debajo de la barriga, tal y como te pones siempre los pantalones que de esa manera te quedan tan mal, caídos, tan feos.

[Tantos años con los pantalones anchos y ajenos a tu paquete y al culo ese que apenas tienes, tanto tiempo sin permitir ni un atisbo de tu virilidad así a primera vista, que tal vez por eso te obsesiona tanto practicar - hacer - TENER - sexo. Porque es el único recurso que te queda para saber que eres hombre aún. Detenernos en esto sería tratar de analizar sin demasiados recursos, inteligencia ni criterio, la extraña relación que tiene el sexo con tu cuerpo. Tú mismo con tu cuerpo, con tu sexo y con el sexo. O remontarnos a aquella vez que tu psicoterapeuta te pidió que dibujases tu cuerpo y te dibujaste sin cabeza, un gordo sin cabeza le dibujaste. Porque para ti el cuerpo era lo que estaba debajo de tu cabeza. Un lastre casi inútil, molesto, que te servía para apoyar tu cabeza, mantenerla con riego y llevarla de un sitio para otro. Querías a tu cabeza, odiabas a tu cuerpo. No tan obvio. Más bien, cuidabas tu cabeza, descuidabas tu cuerpo. Mens sana in corpore in sepulto - una de esas respuestas disparatadas a exámenes que publicaba un profesor en antologías hilarantes que eran un drama y una manifestación pública de su fracaso, pero con las que él se forró durante una buena temporada.
Leías, pensabas, escuchabas. Comías lo que fuera, bebías demasiado, apenas te movías. Mens sana in corpore in sepulto. De repente, el chiste era una posibilidad. Porque, de pronto, la buena de tu cabeza decidió hacer con tu cuerpo lo que tú ya estabas haciendo, y algo en tu cerebro comenzó a dirigir un perverso plan de acción dirigido contra los músculos de tu cuerpo, a dejar de segregar mielina, que es una sustancia que 'engrasa' los músculos y cuya carencia los iría dejando progresivamente inmóviles. Esclerosis múltiple. Con un grave error inicial que te haría ver lo estúpido de todo: empezó por atacar uno de los músculos que controlaban el nervio óptico derecho. Imposible leer, escribir, seguir aprendiendo...]
Cierras la puerta de la taquilla, y a sólo unos cuantos pasos está el bar, cuya parte interior de la barra se comunica con el cubículo del recepcionista quien, en la mayoría de los casos, ejerce también las funciones de camarero. Pides dos cocacolas, te sientas en una butaca y te quedas dormido.

De una de las esquinas del bar, la más alejada del vano que lo comunica con las taquillas, sube una escalera de dos tramos hacia el primer piso, donde se encuentran las cabinas privadas; diminutos cubículos equipados con una colchoneta forrada en plástico que descansa sobre un poyo que se eleva aproximadamente un metro del suelo, y con un espejo de cuerpo entero encastrado en la pared frente a la puerta que puede cerrarse con el pestillo del pomo redondo.



Precisamente mientras escribía esto, J. me ha mandado por mail el texto de Amis que he puesto como subtítulo:

"One of the things I've learned about fiction - you really do lay yourself open in a way that no other so-called creative artist does.
Most other art you're just exhibiting a particular talent, even poetry up to a point, but by writing fiction you expose not only your talent but your whole being, your social, sexual and psychological being and you're never more vulnerable than when you do that, and I'm well aware of that fact and will take it into account."