miércoles, abril 19, 2006

Poética Miserable

(Anhelaba)

una cotidianeidad más emotiva. Con lo que tiene lo emocional de irruptor en la repetición de los días, de negación de la constante de los días.
Los afectos hacen todo diferente con ese continuo de variable intensidad y matices.
Lo que soy se manifiesta del modo más real cuando quiero y soy querido, cuando manifiesto amor y soy amado.

(Había. Había días. Hubo.)

Pero hay días en los que paso diez horas siendo sólamente profesional. Y ejercer no es vivir. Ya lo escribí antes en otro poema; pasan los años (más de 5) y me da por sentir lo mismo para escribirlo igual.
Sin embargo hoy, lo leo más como un cómic que como un verso.
(Me veía. Me vi.)
Me veo más como un superhéroe, como un Clark Kent que se quita las gafas y se pone su traje de Súperprofesional. Pero no tengo poderes: no es magia, es sólo un truco. Y me da miedo que salga mal y me quede siempre así, con la S sobre el pecho.
¡Que alguien me regale otra ESE, que alguien me regale una O!
SOS
SOS en el pecho, como una petición de auxilio. SOS en la espalda, identificativo de los auxiliadores. Unos frente a otros conformaríamos un mundo en el que constantemente habríamos de dar la vuelta a la camiseta. Sin necesidad de sacar la cabeza; bastaría con sacar los brazos, bajar los brazos.
Un mundo en el que los torsos desnudos pasarían entre nosotros, perdonándonos la vida que entre todos nos salvamos con anversos y dorsos.
Entonces cambiarían los sentidos de "frente a frente" [dos que no pueden ayudarse lo descubren de repente], "dar la espalda" [dos que prefieren ocultar al resto que les pueden auxiliar] y "a pecho descubierto" [esa clase de perdonavidas tan tenaz].
Y yo giraría sin parar, como un derviche bipolar que creara giro a giro efectos visuales donde leeríais: OSO, SOSO, OSOSO...
Hasta caer al suelo exhausto y - ojalá - borracho. Quedarme ahí tumbado y no moverme, quizás acercar la boca al suelo y gritar, como algunos mendigos de las calles del centro de las ciudades que han descubierto el efecto dramático del eco contra el asfalto. Si, quizás así: en el suelo, hecho un ovillo, fetal, con la barbilla apoyada en el suelo, gritar: NO PUEDO MÁS.

(No pude más y renuncié. Hoy sé que a tiempo.)


Aunque sé que es mentira: siempre puedo más. Siempre puedo, hasta cuando no quiero, puedo. Esa es una de mis mayores desgracias: que en mí la resistencia puede a la voluntad, y el orgullo al deseo. Amor propio es una expresión mentirosa; cuando hay amor (da lo mismo el objeto) no hay soberbia, que es lo que este giro describe.
No llegar al trabajo cada día y encontrar bustos moribundos, veinteañeros trepanados por auriculares y abducidos por una pantalla de ordenador. Niños burbuja. Niños pompa. Fúnebre.
Criaturas bomba que, de inmolarse, inundarían de nada esta oficina. Menos 'écoutants' de su propia música que inmunes a la ajena.
A la mía, que hoy ha sido - sobre todo - Miqui Puig y "Te quiero ahora, te quiero luego"
Y estos sordos a voluntad, ¿temerán descubrir la música de los demás, que dice tanto de nuestro estado de ánimo? ¿Saber más de lo que quieren saber de quienes les rodean?
Tanto silencio cada día puede volverme loco. O sordo.
O quizás me ayude a desarrollar un finísimo oído capaz de interpretar las melodías que se filtran a través de sus auriculares, a la manera de una renovada, tecnológica y auditiva versión del mito platónico de la caverna.
Tal vez acabe por creer que esas virutas sonoras son el único sonido de extraños al que puedo aspirar.
Y puede ser verdad, y puede ser que cuando me hablen sea igual y sólo me entreguen las rebabas de su discurso. Las palabras que pasan a través de la espuma en su garganta; también ahí.
Será por eso que me llegan tan afiladas, que se me clavan en las sienes, como en una copla de Quintero, León y Quiroga; y como en un mal poema gitano de Lorca me entran ganas de sacar la faca y clavársela hasta la empuñadura.
O de clavarles la peineta tan profunda que sus púas les cerraran para siempre la garganta, les dejaran las anginas entre rejas. Eso sí, de carey.
¿De dónde coño han salido todos estos cuerpos invadidos? ¿Dónde dejaron las vainas? ¿Y las boinas?
¿Qué les divierte? ¿Qué les fascina?
Yo no. Seré sincero: me dan igual bastante a menudo.
Esta tarde tengo a The Shins, 'Chutes too narrow'.
Ahora mismo suena Tony Bennett y esa dulce canción de amarga venganza que es 'I wanna be around'.
Hoy The Mathew Herbert Big Band y su último 'Goodbye Swingtime'. Tan apropiado para mi estado anímico. Durante esta semana, ha ocurrido algo, y las criaturas se han desprovisto de sus auriculares para compartir risas y bromas. Ha sido delicioso.
Todas las criaturas han resucitado con el otoño, aunque uno de ellos, se rebele al verse aislado y pretenda imponernos a todos su música de paletos americanos.
Deseo más cruces de miradas, más sonrisas, compartir ideas originales. O menos ojos, menos bocas y menos cabezas de ganado.
O cruficar esos ojos, esas bocas, esas testas bovinas.
He contratado a Mel Gibson para que dirija mis perversas fantasías gore, y lo está haciendo muy bien.
Aunque haya tenido más que palabras con el cadáver de la marica de Federico, que - para empeorar aún más las cosas - no deja de gritar con su terrible acento granadino: 'God does not exist. I can tell you. I do say.'
¡Y que siempre me suceda igual con los federicos! ¡Que empiece por amarles y al cabo de los años me irriten tanto!
Benditas sean las coincidencias entre nombres propios, que me permiten plurales y minúsculas.
Bendita sea esta memoria de pez de colores que me hace pensar que nunca fue tan hermoso como hasta esta vez. Pensar y saber. Y sentir. Y agradecer.
Temer la amnesia de futuro.
Y lo que es peor: olvidarme de quién fui. La única lección que pensaba que había aprendido, la prendí con alfileres y creo que la volví a perder. Yo no quería estar aquí trabajando así. Pero se me olvidó, y me confundí con alguien que pretendía ser hacer mil días. No quiero estar aquí, no lo quería cuando pensé que sí, cuando lo dije. Lo importante ahora es averiguar, hacer memoria, concentrarme y averiguar si soy el cobarde que se queda, resguardado en la palabra dada o el cobarde que se marcha, con una excusa cualquiera.
Aunque tú me dices que no soy un cobarde. Y yo te creo (gracias por el indicativo, que se hace con el lugar que en otro momento habría ocupado un subjuntivo inconsistente, un "aunque tú me digas que no soy un cobarde, y yo te crea...": inconsistente e inconcluso a la espera de una incertidumbre que hoy no tengo. Gracias al indicativo de TI).

Y disfrutar de los días al lado de Mauricio. Aunque haga aún más duro el contraste. Entre lo que siento y dónde estoy.
Cómo amo y cómo soy.
Mierda de lunes, otra vez.
Y de martes, y de miércoles. Mierda de superhéroe que soy.
Ni siquiera me veo capaz de rescatar mi autoestima, en caída libre convexa desde una de las torres KIO.
Me acuerdo de otro poema viejo, un haiku heterodoxo que escribí:
"Tengo un amor.
Estoy a salvo de mí.
Tengo un amor."
Viejo y falaz. El poema. Creo.
Porque el amor - ya lo sé - no nos salva de nada. Quizás sólamente de pensar, en su ausencia, - erróneamente - que, de tenerlo, no estaríamos condenados.
Lo estaríamos igualmente, pero el camino hasta el cadalso se nos haría mucho más escarpado. El amor no nos salva de nada, pero sí nos da la felicidad. ¿Cómo explicar ésto mejor?
Tal vez con el deseo de aterrizar mañana en Barcelona, de dos días y tres noches juntos, acoplados en la cama mientras la calle pasa sobre nosotros con sus ruidos, las voces de madrugada de borrachos cantarines y el camión de la basura.
Barcelona en algo más de una semana. Después París. Alfileres de cabezas de colores que clavo en un mismo lugar de este pequeño mapa mindundi que soy yo enamorado. París, que no se acaba nunca. París, que dejamos ayer tras 4 días juntos en-amor-a-dos. Y de donde regreso con la certeza de que este último párrafo es como este diario: todo empieza por el final. Lo más importante está al final. En ti.

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  • (Abril 2006)